domingo, 28 de agosto de 2016

LA PAZ QUE SE PERDIO


“ESE SOLAR BALDIO...Y ESA PILA EN RUINAS...ME TRAE GRATOS RECUERDOS DE MI ABUELITA”.

POR MANUELITA LIZARRAGA


Cada vez que paso por ahí, vienen a mi mente los recuerdos...Santana Tiznado Velarde de Lizárraga, fue su nombre que endulzó mi feliz infancia a su lado...cuántas enseñanzas y gratos recuerdos guardo en mi mente y en mi corazón, aprendidos a través de mi corta vida junto a ella, “Doña Anita”, le decían sus amigas y yo le decía “mi nanita”. A cada paso me encuentro encantadores viejecitos de cabellos escarchados y espaldas encorvadas, y al verlos, busco en sus rostros aquellos rasgos, y mis pasos me llevan a cada casa, donde viví tan feliz a su lado...!pero si parece que la estoy viendo!...bajita, de largos y trenzados cabellos, entre plateados y dorados, de ojos claros, gateados, de finas facciones, con sus largos ropajes, su sombrero de palma, un bastón y zapatos como botines de piel de ternera, de aquellos que fabricaban con Don Julio y Esteban Beltrán; también los hacían con el señor Aguirre...era la abuelita más dulce, sabia y bella de la tierra...otros decían que era muy mal hablada y refunfuñona, pero a mi, me trataba como a la niña de sus ojos...”mi coyote”, me decía de cariño.

Al ver ese solar baldío y los vestigios donde hubo alguna vez un molino de viento, con nostalgia recordé que semanas enteras pasaba con  adorada abuelita. Tenía su casa en Bravo y Guillermo Prieto, había una gran huerta de árboles frutales, un molino de papalote con una gran pila para el agua, además de todas las frutas regionales que ahí se daban, me encantaba el chico zapote. En ese tiempo, estaba yo en la Escuela Número 1. Ahí cursé mi primer año con la inolvidable maestra Beatriz Zumaya de Taylor, la que elaboraba exquisitos pirulines y yo le ayudaba a venderlos a la hora del recreo. Frente a la casa estaba la tienda de un chinito, que entre otras cosas,  vendía sabroso pan...las puertas de la casa son las mismas de aquellos tiempos...y  toda la estructura de la construcción es la original, parece que por ahí no ha pasado el tiempo...por la tarde, mi abuela barría y regaba la empedrada banqueta frente a la calle; sacaba dos sillas donde nos sentábamos a esperar “el coromuel”... “vamos a esperar el coromuel”, decía ella, y me contaba cuentos y leyendas de aquellos tiempos. A mi corta edad me imaginaba que el coromuel era un gran pirata, y se refería al tradicional “airecillo” que dio paso a la leyenda. El coromuel.

Mi abuelita tenía unas reacciones tan repentinas que me encantaban; a media noche, se le ocurría que fuéramos a visitar a mi Tía Chuy, su hija, quien vivía en Revolución y Degollado; tenía su casa con un gran huerto donde se cultivaban frutas y verduras. Mi abuelita era un tesoro de sabiduría. Tenía el don de sobar fracturas y lastimados...la gente la buscaba para que los arreglara, y cuando se luxaban, usaba aceite de comer para sobarlos, y ponía a calentar en un traste con brazas hojas de zapote para ponerles después de la sobada y luego los vendaba. Mi perro El pachuco y yo le acompañábamos y ayudábamos con la venda  y el aceite. Gracias a los conocimientos herbolarios de mi abuelita, fuimos unos niños muy sanos. Rara vez nos enfermábamos, y si acaso era del estomago, que generalmente era por comelones. Ella tostaba arroz hasta quemarlo, y nos daba remojado en agua...o si no, un vaso con agua con almidón con limón...o un té de yerbabuena con hojas de micle, albahacar y cogollos de guayabo; luego, nos hacía un exquisito caldo de pichón, o pollito de aquellos, o de papas, y con un atolito de masa y listo, quedábamos curados del estomago. Para evitar que tuviéramos parásitos, nos daba guayabas, semillas de calabaza tostada, ¡y que gordo nos caía cuando nos daba té de epazote en ayunas, por nueve días!, nos tapaba la nariz, y decía “Para no despertar la lombriz”,  y zas, carajo, nos metía una taza de té de epazote. Con albahacar, ruda, y ajo calientito hacía un tapón con algodón y nos curaba el dolor de oído; y cuando las anginas se inflamaban, hacíamos gárgaras de  cáscara de granada, o de té con raíz de san Miguelito o simplemente nos ponía un collar de tomates tatemados con los pies metidos en un balde con agua, y luego nos ponían el hábito de San Blas y quedábamos curados. Para el catarro, lo curaban con una pastilla de sulfadiacina, un té de hojas de eucaliptos con canela, endulzada con miel de abeja, y listo...nos envolvían en una cobija, para que sudáramos la calentura, y si teníamos constipados o mormados, mataba una gallina y freía infundia con poleo, flores de vinorama y romero, y era buenísima...o simplemente aspirábamos agua salada en el mar. Los ojos los curaba con té de manzanilla o con orines. Claro, que antes no estaba tan contaminado el ambiente como lo está ahora, y la alimentación era distinta, quizá por eso, hacían efectos ese tipo de medicamentos.

En verdad que era sabia mi abuelita, me cuidaba el cabello como un tesoro. Freía tuétano de res y le ponía flores aromáticas, esa era la brillantina, la que guardaba en una olllita muy pequeñita colgada del techo del corredor...cuando me trenzaba el cabello con una correa de gamuza y con coloridos moños, me duraba hasta tres días el peinado. Había veces que molía tomate con miel de abeja y me ponía en el cráneo, me lavaba el cabello con agua de guatamote, y también con agua asentada de barro...”para que el cabello le crezca, sano, largo y hermoso y nunca tenga caspa”, me decía...y así fue, siempre tuve mi cabello largo, y nunca he tenido caspa hasta la fecha. Gracias a la madurez e inteligencia de mi madre que permitió que mi nanita interviniera en mi formación, pues el cariño, la experiencia y sabiduría de una abuela es un tesoro maravilloso que le da al niño seguridad, es como un refugio seguro...es un deleite que no tengo palabra para definir esos sentimientos tan bellos...y ahora que yo soy abuela, todo es diferente...somos anticuadas, no se permiten las sugerencias y opiniones cuando los niños se enferman, pero es comprensible, ahora todo es tan de prisa y tan distinto a la vida de antes, aunque se pierdan algunos valores en la lucha constante por la supervivencia, pero siento que esos valores tan fundamentales como lo es la convivencia de los abuelos con los nietos, no debe perderse...es como si a los niños les fueran quitando la raíz...es como si les fuera quedando un vacío por la falta de vivencia con los abuelos...el cariño por la madre, y por los abuelos, son sentimientos muy bellos, pero diferentes con su valor cada uno.

En la costura, mi abuelita también era sabia, que bonito bordaba y tejía...ella me enseñó a pegar botones, a bastillar y a realizar mis primeras puntadas sobre la costura, a trenzar las hilazas, y zurcir calcetines, así como a pegar remiendos...le metíamos un foco al calcetín y quedaban bien zurcidos. Antes las mujeres remendaban los pantalones y camisas de los señores, y se veían muy dignos. Ahora, cualquier roturita y la ropa se deshecha. Para lavar, mi abuelita que bonito lo hacía, utilizaba para desmanchar la ropa, el palo adán...y mis calcetas las desmanchaba con utatabes machucados, porque yo tenía la maña de brincar con calcetines. Para blanquear la ropa, usaba cenizas de la hornilla, o cernada...me encantaba sacarle los carbones abollados en el agua al traste donde ponía la ropa blanca la que luego la tendía en el suelo en el rayo del sol. Las camisas de mi Tío Lao, las sábanas, fundas, servilletas, sus faldías y hasta mi refajo, quedaban blanquísimos. Parece que aun percibo el olor a limpio que salía de la ropa cuando la planchaba, con planchas de aquellas...y aquellos aromas a ropa limpia y a cigarro “del tigre” cuando me hacía rollo con mi abuela bajo las cobijas. Cómo se enojó mi abuelita, cuando parió “la facha” era una perra pinta con unos pestañones, muy noble el animal por cierto...tengo presente su dulce mirada como pidiendo perdón...metió su larga cabeza entre las faldillas de mi  nanita con un lastimero gemido...casi con lágrimas pues había parido a sus perritos bajo la hornilla...”tate quieta, eres una callejera”, le decía mi abuelita mientras se fumaba su cigarro del tigre mirando al cielo muy digna...y la perdonó...y yo encantada cuidaba de los perritos...también tenía su gata que se llamaba “la pola”...eran nuestros compañeros, además de las gallinas, un gallo consentido que lo llamaba “el mojo cuan”.

Los días santos de mi abuelita, o  de las madres, mi tía Jesús Lizárraga De La peña le llevaba una garrafa de nieve de fresa y un pastel de aquellos de la Nevería La flor de La Paz, acompañado del mariachi, y sus cortes de tela para sus vestidos y zapatos. El angelito de la “guarda”, “San Lázaro Bendito, con tus cordones benditos amarra tus animalitos para que no nos piquen a mi ni a mis hermanitos”...entre otras oraciones además del Padre nuestro, fueron los rezos que me enseñó antes de irme a la cama y después de rezar, antes de dormir, me daba un vaso de agua...” para que tome agua la palomita”, decía, o sea el alma. Mi abuelita sabía muchas cositas.

Esa antigua mansión, con el solar y una pila en desuso impregnada de tiempo y olvido, ubicada por la Bravo y Guillermo Prieto hablan de un bonito pasado de La Paz que se perdió...de huertos familiares, molinos de viento, abuelita y todo...me encanta pasar por ahí para hundirme en el recuerdo.


…Por el placer de recordar, escribir y compartir…
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