lunes, 17 de septiembre de 2018

LA PAZ QUE SE PERDIO
POR MANUELITA LIZARRAGA.

“MUJER EJEMPLAR...LA SUDCALIFORNIANA DOÑA RAFAELA VERDUGO DE GONZALEZ...Y LA CASITA DE MIS RECUERDOS”.



Mis pasos me llevan continuamente por esa callecita donde se pierden en el polvo y el pasado las huellas de mi vida...al ver la casita desentablada que amenaza derrumbarse por el paso del tiempo, y que albergó parte de mi feliz infancia...como corceles desbocados galoparon en mi mente los recuerdos transportándome a aquella época en que alguna vez también yo fui niña y tenía apenas seis añitos...y embargada de gran emoción me encaminé al hogar de la distinguida y muy querida señora Doña Rafaela Verdugo Verdugo, viuda de González, tan unida a mis recuerdos que forman parte de mi vida y que al paso de los años tengo la fortuna del reencuentro del pasado con el presente, regalándome gratos momentos en el ocaso de su vida, y cuando mis pasos también ya van siendo lentos, que disfrutamos mutuamente.

Su rostro está como una sonreida margarita...en el invierno de su vida, en su cabeza florecieron los lirios...sus ojos son como una fuente de cristalinas aguas que reflejan la dulzura de su alma...su pequeña figura, encorvada por el paso de los años, encierran un espíritu bondadoso y fuerte, de proporciones inmensas...esa mañana de Otoño en que los árboles se deshojan, y los pájaros canores cambian su hermoso plumaje, al rítmico vaivén de la rechinadora y cómoda poltrona, en el amplio corredor inundado de pájaros y custodiada por dos enormes perros, el “Rocky” y el “Duque”, sus fieles guardianes, Doña Rafaela Verdugo Verdugo dijo que nació un 24 de Octubre de 1911 en el pintoresco pueblo minero de Santa Rosalía, cuando la explotación del cobre y otros minerales estaban en su auge. Su padre, Don Vicente Verdugo fue un aguerrido capitán de los siete mares, que tripuló barcos mercantes guiados por la brújula y las estrellas; entre los barcos que recuerda que conducía son los Korrigans, El Mavari, El Precursor, El Matilde, El Edna rosa, El Raúl, El blanco, entre otros muchos que hicieron historia en la navegación en la península; y su señora madre fue una industriosa y gran mujer, Doña Catalina Verdugo, nativa del rancho ‘El romerrillal”, ahora las playitas.

Debido al trabajo que desempeñaba su padre, el capitán Don Vicente Verdugo, un tiempo vivieron en Santa Rosalía y otro tiempo en Guaymas, Sonora, hasta que finalmente cuando ella tenía siete años se vinieron a vivir a La Paz; concretamente por el palmar del barrio de El manglito, por la mojonera, cerca del gran estero del arroyo del palo, el que estaba tan hermoso todo eso inundado de manglares y pájaros canores y felices jugaban todos su hermanos: Francisca, Dora, Socorro, Mariana, Josefa, Rosario, Catalina, Justino y Daniel a quienes recuerda con gran cariño. Eran tiempos de Jauja en La Paz...estaba en su auge la explotación de la perla, la minería, la ganadería y la pesca...había muchos molinos de viento y huertos inundados de árboles frutales, que hasta se echaban a perder, así como del hermoso trino de los pájaros que alegraban aquel ambiente provinciano, de aquella evocadora de sus encantos… y de los míos también.

Los recuerdos iluminaron la mirada de la dulce y tierna muchacha de juventud acumulada, Doña Rafaelita, quien arrellanándose en su poltrona, continuo diciendo “En 1918, el 15 de septiembre azotó un devastador ciclón en La Paz, el más grande de todos los tiempos que se recuerda, y que gracias a que su padre, marinero y previsor que era, construyó de fuertes troncos la casita bajo las palmeras, sobrevivieron sin ningún percance, a este gran huracán. Su mamá Doña Catalina Verdugo, fue una mujer muy industriosa y trabajadora, hacía sombreros de lona y de palma para vender a los pescadores, así como era una diestra cazadora de liebres y pájaros, los que abundaban por ese manglar. Hacía trampeadoras y atrapaba los pájaros, los que mandaba a sus hermanos y a ella a venderlos por las casas, ya que era una costumbre tener pájaros en cada hogar, porque decían los mayores que el tener pájaros, era una buena terapia para los nervios. Doña Rafaelita, cursó su primaria en la Escuela Número 48, la que estaba ubicada en la casa de la familia Amao, en Juarez y Revolución. Antes dijo se estudiaba hasta cuarto año y los alumnos salían muy bien preparados para ser maestros, pero ella se dedicó a las labores del hogar, que era una escuela de oficios y artes al lado de sus padres.

Así, transcurrieron los años y de la infancia pasó a la adolescencia en las orillas del mar, entre palmares, peces, pájaros, frente al legendario mogote y las ilusiones afloraron en su joven corazón. Una soleada mañana que andaba revisando las trampeadoras de pájaros en los manglares del arroyo del palo, el que era un gran estero, en su barca caracola, llegó a su casa buscando un sombrero de lona Pancho el pescador; el joven Francisco Gonzalez, quien era toda una leyenda este muchacho por su valentía y dominio en las artes de la pesca. Ese día se conocieron, naciendo un profundo amor entre ambos, que culminó en el altar. Bendijo el creador su hogar con 8 hijos: Aurelia, Rafaela, Marianita, Dolores, María de los Angeles, Socorro, Francisco y Ramón; así como creció a los hijos de su hermana Josefa, quien muy joven falleció, dejando tres niños en la orfandad, Yolanda, Enrique y Xóchitl.

Doña Rafaela Verdugo y Don Francisco Gonzalez fueron padres ejemplares quienes durante toda su vida demostraron el alto espíritu de servicio, y formaron una bonita familia muy unida educada a las normas y las costumbres de su época. En la casita de mis recuerdos, a un lado de la casa de ellos, vivimos muy felices mis padres, hermanos, mi abuela y el perro el pachuco. Casi siete décadas atrás, todos éramos como una gran familia. Las grandes hornillas de Doña Rafaela y las de mi madre, siempre estaban encendidas llenas de cazuelas rebosantes de exquisitos y aromáticos guisados que jubilosos compartíamos. ¡Una guazanga se hacía con aquel montón de chamacos!, y Don Panchito siempre se preocupaba porque todos comiéramos juntos. Cómo olvidar, cuando le hacíamos guardia a la gran olla del tradicional cocido estilo Sinaloa, porque mi madre era del Rosario Sinaloa, Doña Rafaela y mi madre ponían unas improvisadas hornillas en el patio, y nos mandaban a atizar la lumbre o a despumar el caldo al primer hervor, si hasta le bailábamos alrededor de la olla de cocido, de huesos de tuétano, corvas, coco chuelas, y costillas con todas sus verduras, y aquella cazuelona de arroz coloradito que tan sabroso hacía, mientras que en la cocina se escuchaba palmear haciendo las tortillas de maíz. Era un alboroto de chamacos en la gran mesa con su hule floreado y su blanco mantel de lindos bordados. ¡Qué tiempos!

Al término de aquel banquete, después de lavar los trastes, por que en esa casa cada quien tenía su quehacer, con la toalla en el hombro, nos íbamos todo el muchachero, la abuela y hasta el perro, a bañar a la playa; allí nomás a la bajadita, en el palmar de Abaroa. Antes de que se pusiera el sol, ya estábamos en casa y la cena ya estaba lista. ¡Qué felicidad! Después de la cena y de hacer las tareas jugábamos a las escondidas a la cuerda, a los colores, al matarile, el cani cani, trepadas en los mezquites y rematábamos con la lotería a la luz de los candiles, hasta mi abuelita participaba en el juego. Esa casita de mis recuerdos al lado de la familia Gonzalez Verdugo, la que ya está a punto de derrumbarse, casi 7 décadas atrás fue muy hermosa. Allí vivieron antes que nosotros, la mamá y la abuelita de Doña Rafaela. Así eran las casas de los que menos tenían en aquellos tiempos.

Los domingos, después de ir a misa, las muchachas González Verdugo, Aurelia, Marianita, Lolita, Calita, La chacha, Socorro (Birochi), Yolanda, Xóchitl, y sus hermanos mayores Francisco, Ramón y Enrique, así como mis hermanos mayores Concepción, Anita, Carlos, María de Jesús, Pasita y yo, hasta mi abuelita y el pachuco rentábamos una panga con don Rafaelito Meza frente al malecón y nos llevaban a pasear a canalete y vela tendida por la hermosa bahía de La Paz. Les encantaba a las muchachas pasar por debajo de los pilares del muelle fiscal, amarraban la canoa en la escalinata del muelle, y se aventaban clavados a bucear las monedas americanas, que aventaban los extranjeros, para que los jóvenes del ayer las bucearan, nomás blanqueaban y brillaban con los rayos del sol las monedas en el fondo del mar, y las muchachas sacaban para pagar la canoa y luego nos íbamos por todo el canal. Mientras le daban al canalete las jóvenes iban cantando y los chamacos chiquitos íbamos con los ojos muy pelones, muy contentos contemplando aquellas maravillas bajo las cristalinas aguas y las blancas arenas. Con su alto espíritu de servicio, Don panchito y Doña Rafaela fueron de los pioneros, entre muchos otros ciudadanos, que impulsaron la fundación del Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe y la Ciudad de Los Niños. Trabajaron tenazmente para lograr su desarrollo desde la primera piedra del templo. Hacían kermes, rifas y tantas cosas para recaudar fondos, así como ayudaban en las labores de atención de los niños internos. Fueron Guadalupanos distinguidos. Fue época de mucho trabajo; estos guadalupanos dejaron su mayor esfuerzo en la construcción del santuario de Nuestra señora de Guadalupe y en mí un bello recuerdo de una familia maravillosa, gran amiga de mi madre que compartió el pan y la sal con nosotros así como gran parte de su vida cotidiana. Donde abundaron las vivencias y cómicas travesuras y anécdotas de aquellos tiempos.

¡Muchas felicidades Doña Rafaela Verdugo de González! Gracias por concederme el privilegio de su amistad...Dios la guarde por muchos años más y a mi, para seguirla disfrutando.

...Esa casita de madera a punto de derrumbarse...mudo testigo del pasado...guarda gratos recuerdos familiares en aquella Paz de Antaño y de la familia Gonzalez Verdugo.

…Y la barca repleta de muchachas y muchachos cantando, de niños felices, así como hasta la abuelita y el perro el pachuco a canalete y vela tendida surcaban las turquesas y tranquilas aguas, de la hermosísima bahía de la paz, rumbo al muelle fiscal en paseo dominguero… como fue una costumbre en la evocadora paz de mis recuerdos…

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