Al pasar frente a la antigua casona
construida de ladrillo macizo, cal y piedra, por las calles Ignacio Ramírez y
Pineda, donde vivió la estimada señora doña Anita Yenquee y su familia, me
llena de gozo al recordar y al mismo
tiempo viene a mi mente aquellos gratos momentos vividos en compañía de mi
nanita, y a la vez me llena de tristeza e impotencia, el ver de que la mayoría
de los edificios antiguos de La Paz están en poder de los extranjeros. Es
lamentable que se hayan perdido importantes valores entre ellos el valor
estimativo, histórico y cultural, así como de nacionalismo de nuestro terruño,
y que tanto defendieron con su sangre los antiguos héroes sudcalifornianas que
no les importaba el color verde de los billetes sino el nacionalismo para
herencia de generaciones venideras.
Los antiguos habitantes de esta
hermosísima ciudad capital de La Paz vivían tranquilamente alrededor de los
molinos de viento, una gran pila, un huerto familiar de generosas y pródigas
tierras con sus canales de riego, donde se cultivaban una diversidad de
hermosas y perfumadas flores, y tenían el alimento diario en una variedad de
frutas y hortalizas, así como plantas medicinales para curar las pocas
enfermedades que había. Los gallineros estaban repletos de aves y los cielos y
los árboles estaban inundados de pájaros cantores que al decir de los mayores
eran un tranquilizante para los nervios y no había estrés; en los mares
abundaban las mejores especies marinas, y las familias de escasos recursos que
no podían adquirir un molino de viento, simplemente tenían un pozo o noria que
aproximadamente a escasos 5 metros de profundidad fluía el agua dulce y
cristalina, la que era sacada con un balde mediante una soga y rondanilla o
cigüeña. En el ayer, el pueblo de La Paz lucía bellísimo con sus callecitas
barridas y regadas, con su colorido de flores, abundantes árboles frutales, y
la sinfonía que hacían los 1,250 molinos de viento que había aquí en La Paz.
La vida diaria en el pueblo, era
tranquila. La gente, acostumbraba por las tardes sacar sus poltronas a la
banqueta y sentarse a ver pasar la gente mientras tomaban el café de granito
acompañado de pan calientito o galleta marinera, a esperar el aire fresco del
coromuel, que movía los molinos de viento y platicaban con sus vecinos de
enfrente, de banqueta a banqueta el acontecer diario. Viene a mi mente una de
tantas vivencias cotidianas al lado de mi adorada, sabia e inolvidable
abuelita, nativa de la tierra del venado, las olas altas y la tambora; El
Rosario, Sinaloa. Santana Tiznado Velarde de Lizárraga fue su nombre. Vivíamos
por la calle Ignacio Ramírez y pineda, en una casona de madera pintada de
amarillo, embanquetado de piedra y piso de madera. En frente de la casa vivía
su gran amiga doña Anita Yenquee, de las que recuerdo, su hija Leonor y “lico”.
Doña Anita Yequee tenia una gran huerta con su molino de viento, donde
abundaban los arboles frutales, había de todas las frutas que se pudiera
imaginar. Uvas, zapotes y chicozapotes, guajilote, guanábanas, granadas,
guayabas, lima chichona, naranja lima, limón real, toronjas, mangos, naranja,
tecomates, plátanos, entre otros deliciosos frutos que ya no se ven, y que las
vendían o regalaban de pilón a los niños en el tendajón de grande mostrador de
gruesa madera de su propiedad.
Mi abuelita, así como doña Anita
tenían la costumbre de sacar a la banqueta por las tardes, sus respectivas
poltronas, y se ponían a platicar de banqueta a banqueta a esperar el aire
fresco del coromuel, y yo sentada a sus pies junto a su perra pinta consentida,
“la facha”, ¡era una hermosura esos momentos!, quedaron para siempre grabados
en mi mente y en mi corazón. Todos los molinos de La Paz al unísono empezaban a
dar vuelta con el viento del coromuel. Se movían todos los arboles del pueblo,
y era un deleite sentir ese frescor perfumado a
brisa de mar, flores o azahares que inundaban de dicha los corazones de todos
los habitantes de La Paz. una tarde de Julio, para mi inolvidable, día santo de
mi abuelita estaban las dos Anitas sentadas en sus respectivas poltronas en sus
banquetas como era su costumbre platicando el acontecer diario; cuando de
repente llego el mariachi a tocar una hora de música, y también al mismo tiempo
una persona de la nevería la Flor de La Paz con una garrafa de nieve de fresa,
de aquella que hacia doña Heber, de gratos recuerdos romanceros así como traían
también un exquisito pastel, el que mi querida e inolvidable tía Chuy, doña
Jesús Lizárraga de De La Peña le había enviado, como era su costumbre que el
día de las madres, y su santo, le mandaba el mariachi a mi abuela con nieve,
pastel, cortes de tela para sus naguas y sus zapatos de piel de ternera o de
mezclilla que hacían con el zapatero del pueblo, el señor Aguirre. ¡Era la
locura para una niña de escasos 6 años!, ver
ese quequi tan sabroso, la media barriquita con hielo picado con sal, y
dentro de ella envuelta en un costalito la garrafa repleta de nieve de fresa.
Las respetables señoras, de largos
ropajes ¡pero si parece que las estoy viendo! mi abuelita y doña Anita yenquee,
se ponían muy contentas al disfrutar esa fiesta con el mariachi, nieve y todo,
la que compartía con la gente que iban pasando. Por esa calle de Ignacio
Ramírez y Pineda está palpable el
recuerdo que quedo grabado en mi mente y en mi corazón. La antigua mansión de
ladrillo macizo de doña Anita yenqee está igual; la casa de gruesas maderas
pintada de amarillo en la esquina de enfrente donde vivíamos tan felices mi
abuelita, mis tíos María y Lao, así como su perra la facha, su gata la pola, y
su gallo el mojocuan, ya no están; además de su lavadero y su media barrica
donde lavaba con ceniza sus enaguas, mis calcetas, y la ropa blanca de mi tío
Lao, tampoco están y desde luego las dos Anitas, mi abuelita y doña Anita
tampoco están acudieron al llamado del señor hace muchos años. Todavía quedan
en La Paz uno que otro molino de viento que se yergue majestuoso como
desafiando al tiempo sobresaliendo entre los arboles. Y también quedan contados
pozos de agua con su rondanilla y todo, ya los tengo detectados.
...viejo molino de viento
Fuente de vida y verdor
Cuanto extraño tu tong tong
Mi mayor anhelo es tener en el patio
de mi casa un molino de viento, no le hace que
sea viejito, aunque no saque agua ya, nada mas por estarlo viendo, y
recordar aquel ayer de La Paz que se perdió. Causa tristeza ver que los
hermosos y antiguos edificios están en manos extranjeras o con prestanombres.
Ya no es necesario la invasión con violencia como en otros tiempos. Estamos
invadidos pero a través del billete verde que compra consciencias. Ojalá que se
ponga un remedio a tiempo y después no sea demasiado tarde y suceda lo mismo
que en el pasado, que se perdió gran parte de México. Y como dice doña Dominga
de Amao, respetable escritora y periodista sudcaliforniana:
“Un rumor
trae el viento
que parece
un quejido lejano
en su
vaivén se acerca o se aleja
a veces
parece tan triste
que asusta
escucharlo
parece
venir de la entraña misma de la patria
ese gemir
sube la cima
y baja
confundido en otras voces
es la
patria que se queja por tantos ultrajes
la empeñan,
la venden,
el futuro
de sus hijos
¡ser
esclavos de extranjeros en su propia patria!
Lloraran
después
Como mujeres
plañideras
Lo que no
supieron defender como hombres”.
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