LA PAZ QUE
SE PERDIO
POR MANUELITA LIZARRAGA
“DIAS DE LOS FIELES DIFUNTOS Y AQUELLAS COSTUMBRES. ”
El
Halloween es una costumbre extranjera...es el festejo de brujas o algo así...de
ninguna manera debe enseñarse a los niños esta influencia extranjera en los
jardines de niños, ya que daña su mentalidad, si tomamos en cuenta que la
educación preescolar es la base que forma de manera integral al niño,
definiendo y afirmando su personalidad en un futuro. El Hallloween no es
costumbre nuestra. La tradición tan bonita del “altar de muertos”, tampoco es
costumbre de los sudcalifornianos, la han traído las personas procedentes del
interior de la República que han venido a radicar a estas tierras,
contribuyendo al engrandecimiento de la misma con sus tradiciones, costumbres y
esfuerzos. Y como el altar de muertos es muy mexicano, la hemos ido adoptando
con agrado.
En la actualidad,
en el Panteón de Los san juanes, que según la leyenda debe su nombre a dos
Juanes, padre e hijo. Éstos andaban cazando patos y otros animales atrás del
cerro en la laguna que había, y cuentan los mayores que murieron de sed.
Alrededor de 28 difuntos duermen el sueño eterno; y los mausoleos y capillas
son una verdadera obra de arte, y otras son un montículo de tierra, aunque
algunas están abandonadas. El panteón fue fundado en la última década del siglo
pasado, siendo presidente municipal Don Gastón Vivés, quien donó esos terrenos
para uso del panteón, porque ya no era suficiente el anterior, debido a tantas
defunciones provocadas por pestes y epidemias de la época. Antes, el panteón estuvo donde es hoy el Estadio
Arturo C. Nahl, también fue panteón por la calle Guillermo Prieto y Reforma,
así como donde era la Escuela Uno, ahora Miguel Hidalgo. Y el panteón del
Zacatal fue de los más antiguos. Para este histórico panteón del Zacatal, el
que tiene muchas leyendas, el ingeniero Don Alfredo Savín donó los terrenos.
Antiguamente
la costumbre en las familias sudcalifornianas era honrar a los familiares
fallecidos, rezándoles el rosario en sus tumbas, prendiéndole veladoras, y
llevándoles coronas y arreglos florales elaborados en el propio hogar con papel
de china, papel crepé, papel lustre y las muy elegantes, hechas con lámina de
desecho como latas vacías, de manteca o del alcohol de caña, entre la de otros
productos. Estas latas vacías eran muy apreciadas porque se reciclaban, se
utilizaban para los arreglos florales de las tumbas o del altar de los santos
en los hogares. Había algunas señoras que se dedicaban a elaborar coronas para
vender y esta industria apoyaba su economía familiar. También era muy común
llevar flores frescas y naturales de los jardines, ya que en su gran mayoría
las familias de La Paz, cultivaban hermosas y variadas flores, las que ponían a
la venta también, en las diferentes ocasiones tan importantes en el año; como
el día de los fieles difuntos, para el día de las madres, primeras comuniones y
ofrecimientos a la Virgen, para los ramos de novia, o simplemente para los
funerales.
Fueron
tiempos muy hermosos donde se sentía la unión familiar. Con este oficio de
elaboración de flores y coronas, desde los primeros días de octubre, se
preparaba el material y empezaban con la producción de las coronas en la que
participaba la familia, desde la abuela y demás miembros de ella. Narrando entre cuento y cuento de los
mayores, recordando a los seres queridos, su historia y anécdotas de su paso
por la vida, iban surgiendo de sus manos verdaderas obras de arte. Para los
días últimos de Octubre, ya estaba todo listo y las paredes de la casa iban
quedando tapizada de coronas para el gran día que era una fiesta importante
para la familia; la visita al Panteón de los San Juanes, que se realizaba los
días de las madres, (no se acostumbraba el festejo del día del padre), día de
los fieles difuntos, el santo o aniversario del fallecimiento del familiar. No
era costumbre hacerles misas a los muertos en las Iglesias. Estas se celebraban como un gran acontecimiento en
el panteón el día de los muertos, y asistía casi toda la gente de La Paz.
Por
la década de los 50...la mortecina luz de los faroles iluminaba la habitación
con vivos colores de las flores de las coronas elaboradas con lámina y otros
materiales, por los mayores. Hermosas obras de arte colgaban en la pared las
que serían llevadas a las tumbas de los familiares al panteón de los San
Juanes, la madrugadita del 2 de noviembre. En un esquinero, junto al perchero,
donde siempre colgaba la cola de caballo con sus peines encajados, la toalla y
la jabonera, y los cepillos dentales así como su pasta, estaba el balde repleto
de hermosas y perfumadas flores con su mejoral para que no se marchitaran,
flores producidas en los jardines de algunas familias que se dedicaban a su
venta. En ese esquinero de mis recuerdos estaban también los fósforos, la
lámpara de mano, las veladoras y la escoba y bajo el perchero en su tapete,
dormía plácidamente mi perro viejo, El pachuco, quien nos acompañaría en ese
viaje tan importante: la visita al panteón.
Al
canto del gallo, ya estábamos listos para partir rumbo al panteón. Aquella fría
mañana de otoño, el fuerte airecillo del noroeste azotaba nuestros rostros...con
el viento la hojarasca se desprendía de los árboles quedando el suelo como
mullida alfombra...el ruido de nuestros presurosos pasos eran apagados por el
canto de los gallos, grillos y aullidos de perros, así como por el ruido que
hacían las mujeres a esas horas de la madrugadita, con sus escobas, barriendo y
regando el frente y patio de sus casas, como era la costumbre...el chirriar de
las rondanillas sacando agua de los pozos para el regado de plantas, patios y
calles, apagaba nuestras voces que como en un susurro mi abuela decía “aprieten
el paso, nunca es más oscuro, que cuando va a amanecer”, e iba alumbrando el
camino con su lámpara de mano y la chispa del cigarro que como luciérnaga se
miraba en la obscuridad, así como el perrito iba por delante.
¡Que
contento corría el perro cruzando aquel arroyo de agua dulce que bajaba del
cerro antes de llegar al panteón!, allí hacíamos alto y nos mojábamos el rostro
para acabar de despertar. Mi madre, tomaba agua del arroyo con sus manos y
rociaba el ramillete de perfumadas
flores metidas en el balde con su mejoral. Mi abuelita llevaba en la bolsa de
sus largas naguas el rosario y los fósforos, además de alumbrar el camino. Mi
madre cargaba el balde de las flores, mi demás hermanos las coronas y yo, las
veladoras y la escoba. El perro en su hocico llevaba mi muñeca de trapo. Al
caer el alba, ya estábamos en la entrada del panteón de los San Juanes. Los
señoriales y antiguos mausoleos hacían marcado contraste con los montículos de
tierra y su lóbrega cruz...el viento y los pinos llorones gemían en triste
lamento entre las tumbas...aquella mañana de los dos tiempos de la década de
los 50, con su papalote al vuelo, el viejo molino de viento nos daba la
bienvenida aventando chorros de agua dulce y cristalina a la gran pila, que a
mis escasos años me parecía enorme y maravilloso, aquel espectáculo.
Nativa
del Rosario, Sinaloa, mi abuelita materna, Doña Francisca Gárate Alcaraz, fue
la primera de nuestra familia que pagó su cuota en esta tierra bendita de Dios.
La tumba de mi mamá “chica”, quedó más allá del molino, y era de las últimas en
aquellos años. Con cuanto amor mi madre, Doña Juanita Alcaraz Gárate, arreglaba
aquella tumba rodeada de toda la familia, y le ponía todas las flores y coronas
mientras que mi abuelita prendía las veladoras y muy solemne sacaba su rosario,
y todos rezábamos. El perro, con la muñeca en el suelo, muy respetuoso
observaba la escena y nada más se escuchaba el tong tong del molino y el
susurro del viento.
...Y
de entre las morenas manos iban surgiendo hermosas flores de lámina y otros
materiales, para honrar a los difuntos el 2 de noviembre...
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