“FESTIVAL DE LA COSECHA EN
SAN ISIDRO...UNA COSTUMBRE DE LOS ANTIGUOS CALIFORNIOS”.
En
San Isidro había un excelente manantial rodeado de carrizos y un estanque
permanente en el lecho del arroyo. A corta distancia, abajo del aguaje, estaba
el pueblo indío. Abundaban el agua y el pasto. El Almirante Atondo y Antillón,
construyó ahí unas barracas y un almacen donde guardar todo lo necesario, y se
construyó una pequeña capilla. El 05 de Diciembre de 1683 Atondo y Antillón
certificó que ahí se construyó una fortaleza de fajina, capilla y jacales, en
las faldas de unas colinas que dominaba el aguaje.
El festival de la cosecha, registrado por Atondo, fue una
reunión de indígenas celebrada en San Isidro al comenzar Noviembre de 1684. fue
asunto interesante; y este relato dice Bolton en su magnifíco libro “Por los
Confines de la Cristiandad”, y que me hizo el favor de obsequiarme el Senador
de la Republica Lic. José Carlos Cota Osuna, el que le agradezco profundamente...dice
“Este relato se rá apreciado por los etnólogos. Atondo lo presenció con cierto
recelo, y los padres no estaban seguros de que no fuera obra del demonio.
Parecía una ceremonia de hechicería y podría ser el preámbulo de una matanza.
Quizás tenían el martirio al alcance de la mano...varios cientos de indios
vajaron de la sierra para reunirse con los del valle en la ceremonia.
El acto central del mitote era la adoración de un ídolo que
representaba al dios de la cosecha. El hechicero principal era el jefe
Leopoldo. ESCRITO BAJO JURAMENTO LO SIGUIENTE:
“El lunes 06 de Noviembre de 1684, a las doce del día,
vieron cómo el indio capitán de la nación Didue, a quien llamamos Leopoldo,
subió a la punta de un cerro vestido de una red de hilo, toda poblada de
madejitas de cabellos, que le cubría desde los hombros a los pies a modo de
turco, y en la cabeza una como toca o capilla hecha de plumas de varios colores
que le caían a los hombros y en la mano derecha llevaba una pala blanca con dos
agujeros cuadrados del largor de una vara y en la izquierda su arco y flechas.
Y habiendo subido en una peña arriba del cerro dio grandes alaridos e hizo
muchos ademanes. Y habiendo estado en esa roca por un tiempo, Leopoldo bajó tan
de prisa que lo sorprendió. Muchos indios salieron a recibirlos y antes de una
hora, otros infieles, serían como catorce, subieron al cerro con el capitán
vestidos de la misma manera, pasaron al pie de la misma roca, y sin hacer alto
bajaron a la ranchería.
Al día siguiente como a las doce, Soto Mayor y Rodríguez
vieron una gran procesión que salían de las rancherías encabezadas por el
capitán Leopoldo. Atrás de él iba una de sus mujeres; seguía luego un indio y después otra mujer, y de esa
manera iban mezclados hombres y mujeres con bastones en las manos y montones de
pluma en la cabeza, bailando y corriendo y homenajeando a una imagen del tamaño
de un indio recién nacido. Este tenía la cara pintada de negro. Tenía cabellos
largos y tres montones de plumas blancas en la cabeza, uno en el centro y los otros algo caídos. No pudieron
distinguir como estaba vestida esta figura, la llevaba la imagen el último de
los indios de la procesión que iba encogido con ella hasta que llegaron a un
lugar donde habían preparado un árbol de pitahaya.
En la punta del árbol había unas guirnaldas hechas con varas
de un árbol que llaman Copale, por encima de ella había dos estandartes de
madera tejidos con ramas del mismo árbol, y pintados de rojo con negro y
blanco. Pusieron la imagen bajo un cobertizo de ramas que estaba un poco
levantado del suelo, y al pie de una gran pila de semillas que llaman “medece”.
Estas semillas, evidentemente eran de mezquite. Apenas lo colocaron ahí, el
baile se detuvo para tomar un descanso. Luego lo reanudaron y continuaron bailando
durante dos días y dos noches de la siguiente manera: en una sola fila los
hombres y las mujeres alternados corrieron un buen rato. Al terminar la carrera
el capitán y sus hombres se detenían ante la imagen y comenzaban a hablar, al
mismo tiempo que le hacían caravanas y le veneraban.
Después de esto, descansaban quince minutos, y repetían la
carrera y la ceremonia. El último día de la ceremonia, poco antes del amanecer,
dieron un aterrador alarido tan fuerte que pusieron a los soldados en armas,
creyendo que iban a ser atacados. Al mismo tiempo los testigos escucharon un
gran gemido entre las mujeres. Luego de esto, los indios comenzaron a cantar, y
siguieron así todo el día gritando y bailando haciendo pausas a intervalos. A
la puesta del sol, se sentaron en círculos en varios lugares y comenzaron a
repartir la semilla del medece, que habían amontonado cerca de la imagen. El
caporal ordenó que tres caballos fueran armados y tres se ensillaron, seis
hombres lo montaron y fueron a ver si podían contar cuántos gentiles había en
la fiesta. No lograron hacerlo, pero los seis coincidieron que eran unos dos
mil quinientos o más entre hombres, mujeres y niños. Ese mismo día el hechicero
Leopoldo le preguntó al caporal que si podía bañarse donde beben los caballos...concedido
el permiso todos vieron que traía a un infiel que estaba agotado. Apenas se
podía mover, lo metieron al aguaje, y luego lo llevaron ante el capitán que lo
miró con mucha atención, meneó la cabeza, luego empezó a sollozar y luego
regresaron a la ranchería. Repartieron la comida que quedaba entre ellos, y
luego regresaron a sus tierras.
Leopoldo el hechicero les dijo que era su Dios la imagen que
bajaba del cielo cuando llovía y les
daba comida, y que después de la ceremonia ahora estaba en el cielo. Los
naturales dijeron que les hablaba esta imagen en su lengua, la que tenía un pie
y dos dientes, uno abajo y otro arriba.
Como dijo Bolton, este festival de la cosecha fue una
costumbre de los californios, y puede ser un dato interesante para los
historiadores. Esto demuestra que los antiguos californios si tenían costumbres
y tradiciones.
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