“AQUEL VIEJO PESCADOR...Y EL
CICLON DEL 59”.
¡llegó
Polencho!...!llegó Polencho!...llena de alegría gritó mi madre, asomando sus
cabezas por cercos y ventanas las vecinas...aquella tarde del siete de septiembre
de 1959, mi hermano, el pescador, después de un largo día de faena en el mar,
llegó cargado a la casa...la desabrochada camisa se la volaba el viento...con
el pantalón arremangado hasta las rodillas y el rojo paliacate anudado a su
cabeza apenas podía la palanca al hombro, donde colgaban lindos pescados...dos
grandes garropas, un mero y dos pargos colorados, una canasta de ciruelas y
otra de pitahaya así como un balde de cayos de hacha...bajó todo aquello
diciendo: “vengo por la carretilla porque también agarré una caguama y cortaron
los dátiles en los palmares y me dieron cuatro racimos...!voy por ellos!”. Es
para no creerse, cuanta alegría había esa tarde en casa, ni señales había
siquiera del ciclón...todo estaba en calma.
Mis pasos se escuchaban presurosos por el andador costero
del malecón...regresaba de la escuela aquella noche del siete de septiembre del
59...caminaba a la altura de la casa del “Tanayo”, un hombre industrioso con
historia en La Paz. Serían como las 8 y cuarto de la noche...esa tarde había
tenido clase de contabilidad y cálculo mercantil impartida por el profesor
Ebodio Balderas en la Escuela de Enseñanzas Especiales Número 27, la que fundó
y era directora la emérita señorita Concepción Casillas Seguame. Al otro día a
las siete de la mañana tendría prueba de español y literatura con el
inolvidable profesor Manuel Torre Iglesias. Con las libretas bajo el brazo
admiraba el maravilloso espectáculo que ofrecía a mi vista en aquellos momentos
el cielo y el mar; el mar estaba tranquilo con su marea alta...el agua parecía
un espejo que duplicaba las imágenes de las pequeñas embarcaciones de vela...el
cielo lucía bellísimo aborregado de blancas nubes, más bien acolchonadito, por
más que buscaba la luna y las estrellas no las encontré, y se reflejaba en
aquel espejo de cristalinas aguas el cielo tan hermoso...ni señales de
chubasco.
Caminaba en medio
de aquella ensoñación y de repente un airecillo empezó a soplar, volando mi
larga cola de caballo, meciendo y arrullando las palmeras del malecón...las
olas empezaban a reventar suavemente contra la banqueta del muro costero como
aumentando su fuerza... al pasar por los ocho grandes arboles de álamo, que se
enseñoreaban y eran punto de referencia para los habitantes de la época en
Marquez de León y Abasolo, el ruido de su follaje parecían susurros en mis
oídos presagiando tormenta...como si se estuvieran despidiendo, como
presintiendo que ya no los volvería a ver...apresuré el paso bajo aquel cielo
aborregado...todo el ambiente era normal, llamando mi atención la parvada de
tijeretas y gaviotas buscando refugio en tierra, a esas horas de la noche...las
calles era obscuras, como de costumbres; las batientes de la cantina “La jaiba”
de Don Mario Verdugo y de “La luna bar”, de Don Pedro Alvarez se abrían y
cerraban donde salían volando a patadas algunos señores peleoneros,
generalmente eran pescadores del Manglito y El esterito.
Temerosa,
abrazando mis cuadernos, al fin llegué donde había luz que era en la tienda “La
voz del manglito” del chinito Santiago Unzón. Me quedé parada bajo la pálida
luz del foco, como agarrando aire...porque me esperaba otro trecho
obscuro...pasando por la cantina “La copa cabana” de Don Pilarillo Carballo y
donde está ahora la Escuela Rosendo Robles también estaba muy obscuro. Allí era
un solar baldío y contaba la gente que salía un caballo prieto sin jinete
reparando y relinchando terroríficamente, pelando tamaños dientes, que fueron
muchos los espantados, pero tenía que pasar por ahí, bajo aquel hermoso cielo
acolchonadito, pegando en mi rostro aquel airecillo perfumado a brisa de
mar...el arbolito manglito dulce que estaba en el solar donde es ahora una
maquiladora, y que dio origen al nombre
del barrio El manglito, se mecía con el viento...como despidiéndose también...ni
señales de chubasco se miraban.
Al fin llegué a
mi añorado hogar, y al abrir el zaguán ¡que felicidad!...golpeó mi nariz aquel
exquisito aroma a fritanga de pescado, café de grano y a tortillas de maíz y de
harina; despertando en mi un apetito atroz...mis ojos no podían dar crédito a
lo que estaba a la vista...!el corredor estaba inundado de aquellas cosas que
había traído aquel viejo pescador...caguamas, garropas, meros, pargos
colorados, callos de hacha, dátiles, pitahayas y ciruelas del mogote!. Y por si
fuera poco, la gran cazuela donde hacían la capirotada estaba sobre el
petril de la encalada hornilla de
lumbreantes tizones atascada de tronchas de pescado frito, pargo y garropa con
todo hueso y cuero. Así se freía antes el pescado. Había también un molcajete
de salsa con tomates y chiles gueritos tatemados en las brasas, un cazuelón de
frijoles caldudos y la jarra de café de talega. El hermoso y amado rostro de mi
madre se vislumbraba entre el humo tras las hornillas, echando tortillas a mano
de maíz y de harina. Aventé los cuadernos y me puse a disfrutar de aquel
manjar...recordaba con nostalgia a mi perro viejo El pachuco, que por esas
fechas hacía un año había muerto atropellado por un carro.
Esa noche del
siete de septiembre, después de cenar, y hacer mi tarea de taquigrafía a la luz
del farol, hasta jugamos a la oca y a la lotería...ni siquiera nos imaginábamos
lo que venía...en la madrugada del 8 de septiembre ya teníamos el ciclón con
todas sus fuerzas...era uno de los meteoros de los más devastadores, claro que
no como el de 1918, ni como el de 1941,
a decir de los pescadores ¡que hermoso me pareció, todo estaba iluminado por la
luz de San Thelmo!, decía mi padre, aguerrido lobo de mar...mi madre me metió
dos cintarazos porque estaba encaprichada en irme a la escuela en medio de ese
chubasco, pues yo nunca había vivido la experiencia de un ciclón; y el profesor
Manuel Torres Iglesias, era muy estricto. Por la casa y los techados ni nos
preocupábamos, pues mi papá ya la tenía asegurada, como era la costumbre en
estos meses de agosto y septiembre, al fin marinero de gran experiencia, nomás
entraban estos meses y empezaba a cruzar la casa con cables o fuertes mecates
amarrándolos de los troncos de los árboles y puntas de fierro en el suelo. En cuanto
a comida, menos preocupación teníamos. Esta tarde mi hermano el pescador por
fortuna había abastecido bastante. En cuanto al agua para tomar, pues ahí
estaba el pozo de cinco metros de profundidad con metros de agua dulce y
cristalina y también tuvieron mucho cuidado en taparlo para protegerlo, en
cuanto a las aguas broncas tampoco eran problema, pasaban por donde tenían que
pasar, POR LOS CAUCES NATURALES DE LOS ARROYOS. Arriba del paredón estaba la
casa y el pozo de agua, y por un lado pasaba el arroyo por debajo del
alcantarilla...!que tiempos!.
Por las rendijas
de las ventanas mirábamos los árboles como arañitas en el suelo...otros eran
levantados de cuajo y volaban al cielo...pero las casitas ni las agarraba el
viento...ahora cualquier lluvia que cae deja un cochinero en las calles porque
los arroyos están invadidos, algunos otros han desaparecido...le pido a Dios
que no vuelva a haber otro ciclón de los grandes, pues todas esas casas
desaparecerían como el ciclón Liza y el arroyo buscaría su cauce natural.
Cuando el ciclón del 59 cesó, únicamente se hundieron algunas embarcaciones y
otras se vararon, arrancó de cuajo las palmeras y los árboles de la India que
embellecían el malecón así como los ocho antiguos álamos que a mi paso sentí
que de mí se despedían. Asimismo, a la casa de Doña Bartola le cayó un
eucalipto encima, la casita estaba entre las palmeras en Allende y Alvaro
Obregón...también arrancó de cuajo el manglito solito que dio origen al nombre
del barrio, y que contaban los mayores que salía un enano dando saltos
perdiéndose entre los pitahayales entre la obscuridad de la noche...tumbó
también la torre y el reloj que embellecían el parquecito Cuauhtémoc y no pasó
a mayores. El ciclón del 59 es uno de los más fuertes antes del fatídico Liza del
30 de septiembre del 76.
...La camisa la
volaba el viento...el pantalón arremangado hasta las rodillas...el paliacate
amarrado a su cabeza y con la palanca al hombro cargada de pescado, un tronazón
de talones de aquel viejo pescador se escuchaba entre las susurrantes palmeras
del barrio de pescadores El manglito.
“Por el placer de
escribir…recordar…y compartir…”
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perdió.
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