“ESE SOLAR BALDIO...Y ESA
PILA EN RUINAS...ME TRAE GRATOS RECUERDOS DE MI ABUELITA”.
POR MANUELITA LIZARRAGA
Cada
vez que paso por ahí, vienen a mi mente los recuerdos...Santana Tiznado Velarde
de Lizárraga, fue su nombre que endulzó mi feliz infancia a su lado...cuántas
enseñanzas y gratos recuerdos guardo en mi mente y en mi corazón, aprendidos a
través de mi corta vida junto a ella, “Doña Anita”, le decían sus amigas y yo
le decía “mi nanita”. A cada paso me encuentro encantadores viejecitos de
cabellos escarchados y espaldas encorvadas, y al verlos, busco en sus rostros
aquellos rasgos, y mis pasos me llevan a cada casa, donde viví tan feliz a su
lado...!pero si parece que la estoy viendo!...bajita, de largos y trenzados
cabellos, entre plateados y dorados, de ojos claros, gateados, de finas
facciones, con sus largos ropajes, su sombrero de palma, un bastón y zapatos
como botines de piel de ternera, de aquellos que fabricaban con Don Julio y
Esteban Beltrán; también los hacían con el señor Aguirre...era la abuelita más
dulce, sabia y bella de la tierra...otros decían que era muy mal hablada y
refunfuñona, pero a mi, me trataba como a la niña de sus ojos...”mi coyote”, me
decía de cariño.
Al ver ese solar baldío y los vestigios donde hubo alguna
vez un molino de viento, con nostalgia recordé que semanas enteras pasaba con mí
adorada abuelita. Tenía su casa en Bravo y Guillermo Prieto, había una gran
huerta de árboles frutales, un molino de papalote con una gran pila para el
agua, además de todas las frutas regionales que ahí se daban, me encantaba el
chico zapote. En ese tiempo, estaba yo en la Escuela Número 1. Ahí cursé mi
primer año con la inolvidable maestra Beatriz Zumaya de Taylor, la que
elaboraba exquisitos pirulines y yo le ayudaba a venderlos a la hora del
recreo. Frente a la casa estaba la tienda de un chinito, que entre otras
cosas, vendía sabroso pan...las puertas
de la casa son las mismas de aquellos tiempos...y toda la estructura de la construcción es la
original, parece que por ahí no ha pasado el tiempo...por la tarde, mi abuela
barría y regaba la empedrada banqueta frente a la calle; sacaba dos sillas
donde nos sentábamos a esperar “el coromuel”... “vamos a esperar el coromuel”,
decía ella, y me contaba cuentos y leyendas de aquellos tiempos. A mi corta
edad me imaginaba que el coromuel era un gran pirata, y se refería al
tradicional “airecillo” que dio paso a la leyenda. El coromuel.
Mi abuelita tenía unas reacciones tan repentinas que me
encantaban; a media noche, se le ocurría que fuéramos a visitar a mi Tía Chuy,
su hija, quien vivía en Revolución y Degollado; tenía su casa con un gran
huerto donde se cultivaban frutas y verduras. Mi abuelita era un tesoro de
sabiduría. Tenía el don de sobar fracturas y lastimados...la gente la buscaba
para que los arreglara, y cuando se luxaban, usaba aceite de comer para
sobarlos, y ponía a calentar en un traste con brazas hojas de zapote para
ponerles después de la sobada y luego los vendaba. Mi perro El pachuco y yo le
acompañábamos y ayudábamos con la venda
y el aceite. Gracias a los conocimientos herbolarios de mi abuelita,
fuimos unos niños muy sanos. Rara vez nos enfermábamos, y si acaso era del
estomago, que generalmente era por comelones. Ella tostaba arroz hasta quemarlo,
y nos daba remojado en agua...o si no, un vaso con agua con almidón con
limón...o un té de yerbabuena con hojas de micle, albahacar y cogollos de
guayabo; luego, nos hacía un exquisito caldo de pichón, o pollito de aquellos,
o de papas, y con un atolito de masa y listo, quedábamos curados del estomago.
Para evitar que tuviéramos parásitos, nos daba guayabas, semillas de calabaza
tostada, ¡y que gordo nos caía cuando nos daba té de epazote en ayunas, por
nueve días!, nos tapaba la nariz, y decía “Para no despertar la lombriz”, y zas, carajo, nos metía una taza de té de
epazote. Con albahacar, ruda, y ajo calientito hacía un tapón con algodón y nos
curaba el dolor de oído; y cuando las anginas se inflamaban, hacíamos gárgaras
de cáscara de granada, o de té con raíz
de san Miguelito o simplemente nos ponía un collar de tomates tatemados con los
pies metidos en un balde con agua, y luego nos ponían el hábito de San Blas y
quedábamos curados. Para el catarro, lo curaban con una pastilla de
sulfadiacina, un té de hojas de eucaliptos con canela, endulzada con miel de
abeja, y listo...nos envolvían en una cobija, para que sudáramos la calentura,
y si teníamos constipados o mormados, mataba una gallina y freía infundia con
poleo, flores de vinorama y romero, y era buenísima...o simplemente aspirábamos
agua salada en el mar. Los ojos los curaba con té de manzanilla o con orines.
Claro, que antes no estaba tan contaminado el ambiente como lo está ahora, y la
alimentación era distinta, quizá por eso, hacían efectos ese tipo de
medicamentos.
En verdad que era sabia mi abuelita, me cuidaba el
cabello como un tesoro. Freía tuétano de res y le ponía flores aromáticas, esa
era la brillantina, la que guardaba en una olllita muy pequeñita colgada del
techo del corredor...cuando me trenzaba el cabello con una correa de gamuza y
con coloridos moños, me duraba hasta tres días el peinado. Había veces que
molía tomate con miel de abeja y me ponía en el cráneo, me lavaba el cabello
con agua de guatamote, y también con agua asentada de barro...”para que el
cabello le crezca, sano, largo y hermoso y nunca tenga caspa”, me decía...y así
fue, siempre tuve mi cabello largo, y nunca he tenido caspa hasta la fecha.
Gracias a la madurez e inteligencia de mi madre que permitió que mi nanita
interviniera en mi formación, pues el cariño, la experiencia y sabiduría de una
abuela es un tesoro maravilloso que le da al niño seguridad, es como un refugio
seguro...es un deleite que no tengo palabra para definir esos sentimientos tan
bellos...y ahora que yo soy abuela, todo es diferente...somos anticuadas, no se
permiten las sugerencias y opiniones cuando los niños se enferman, pero es
comprensible, ahora todo es tan de prisa y tan distinto a la vida de antes,
aunque se pierdan algunos valores en la lucha constante por la supervivencia,
pero siento que esos valores tan fundamentales como lo es la convivencia de los
abuelos con los nietos, no debe perderse...es como si a los niños les fueran
quitando la raíz...es como si les fuera quedando un vacío por la falta de
vivencia con los abuelos...el cariño por la madre, y por los abuelos, son
sentimientos muy bellos, pero diferentes con su valor cada uno.
En la costura, mi abuelita también era sabia, que bonito
bordaba y tejía...ella me enseñó a pegar botones, a bastillar y a realizar mis
primeras puntadas sobre la costura, a trenzar las hilazas, y zurcir calcetines,
así como a pegar remiendos...le metíamos un foco al calcetín y quedaban bien
zurcidos. Antes las mujeres remendaban los pantalones y camisas de los señores,
y se veían muy dignos. Ahora, cualquier roturita y la ropa se deshecha. Para
lavar, mi abuelita que bonito lo hacía, utilizaba para desmanchar la ropa, el
palo adán...y mis calcetas las desmanchaba con utatabes machucados, porque yo
tenía la maña de brincar con calcetines. Para blanquear la ropa, usaba cenizas
de la hornilla, o cernada...me encantaba sacarle los carbones abollados en el
agua al traste donde ponía la ropa blanca la que luego la tendía en el suelo en
el rayo del sol. Las camisas de mi Tío Lao, las sábanas, fundas, servilletas,
sus faldías y hasta mi refajo, quedaban blanquísimos. Parece que aun percibo el
olor a limpio que salía de la ropa cuando la planchaba, con planchas de
aquellas...y aquellos aromas a ropa limpia y a cigarro “del tigre” cuando me
hacía rollo con mi abuela bajo las cobijas. Cómo se enojó mi abuelita, cuando
parió “la facha” era una perra pinta con unos pestañones, muy noble el animal
por cierto...tengo presente su dulce mirada como pidiendo perdón...metió su
larga cabeza entre las faldillas de mi
nanita con un lastimero gemido...casi con lágrimas pues había parido a
sus perritos bajo la hornilla...”tate quieta, eres una callejera”, le decía mi
abuelita mientras se fumaba su cigarro del tigre mirando al cielo muy digna...y
la perdonó...y yo encantada cuidaba de los perritos...también tenía su gata que
se llamaba “la pola”...eran nuestros compañeros, además de las gallinas, un
gallo consentido que lo llamaba “el mojo cuan”.
Los días santos de mi abuelita, o de las madres, mi tía Jesús Lizárraga De La
peña le llevaba una garrafa de nieve de fresa y un pastel de aquellos de la
Nevería La flor de La Paz, acompañado del mariachi, y sus cortes de tela para sus
vestidos y zapatos. El angelito de la “guarda”, “San Lázaro Bendito, con tus
cordones benditos amarra tus animalitos para que no nos piquen a mi ni a mis
hermanitos”...entre otras oraciones además del Padre nuestro, fueron los rezos
que me enseñó antes de irme a la cama y después de rezar, antes de dormir, me
daba un vaso de agua...” para que tome agua la palomita”, decía, o sea el alma.
Mi abuelita sabía muchas cositas.
Esa antigua mansión, con el solar y una pila en desuso
impregnada de tiempo y olvido, ubicada por la Bravo y Guillermo Prieto hablan
de un bonito pasado de La Paz que se perdió...de huertos familiares, molinos de
viento, abuelita y todo...me encanta pasar por ahí para hundirme en el
recuerdo.
…Por el placer
de recordar, escribir y compartir…
Facebook: La
Paz que se perdió.
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