LA PAZ QUE
SE PERDIO
POR MANUELITA LIZARRAGA
ALCARAZ.
“LAS HUELGAS DE CANANEA Y
RIO BLANCO...PRIMERAS EN LA HISTORIA DE MEXICO…PREAMBULO DE LA REVOLUCION
MEXICANA”.
·
MANUEL M DIEGUEZ, ESTEBAN B.
CALDERON Y JOSE MARIA IBARRA...SON LOS PRIMEROS IMPULSORES DE LOS TRABAJADORES
POR CONQUISTAR SUS DERECHOS...SON LOS PRECURSORES DEL OBRERISMO ORGANIZADO
MEXICANO.
·
UNA HEROÍNA DE LAS LUCHAS PROLETARIAS, QUE ESTA EN
EL OLVIDO, ES LUCRECIA TORIZ...iba a sonar la orden de matanza, cuando ente la
turba, desgreñada, haraposa, en el rostro el gesto de la rabia, el puño tendido
hacia los sicarios, y levantando en alto una bandera roja, una mujer se
adelantó increpando a los soldados. Era la imagen misma de la miseria. Lucrecia
Toriz. La hija del pueblo, hija, esposa y madre de obreros cuyo hogar no
conoció sino el dolor, surgía de la tragedia como la viva encarnación de
aquella hora y avanzada fatal contra los defensores del privilegio.
·
“VALE MAS LA VIDA DE LOS HOMBRES QUE TODAS LAS MINAS
DEL MUNDO”, ASI LO DIJO EL VIRREY VELASCO.
“Para
dar siquiera una idea de lo terrible de la situación en que estaban colocados
los obreros durante el régimen del General Porfirio Díaz; para que se compare,
serenamente, aquella época con la presente y puedan apreciarse los beneficios
que al trabajador ha traído la Revolución, y, lo que es más, la notoria
injusticia de los que todavía en nuestra época suspiran por los tiempos
dictatoriales censurando a nuestras organizaciones de trabajadores y, de paso,
al gobierno que protege y ampara al obrero organizado, vamos a recordar los
escandalosos sucesos de Cananea, que tuvieron lugar en Junio de 1906.
Las condiciones de vida y de trabajo del minero mexicano
eran lamentables desde la época colonial, y puede decirse que de aquella
ocasión en que el humanitarismo del Virrey Velasco lo hizo exclamar: “Vale más
la vida de los hombres que todas las minas del mundo”, hasta el año de 1906,
después de cerca de cuatro siglos de la desventurada situación de estos
trabajadores poco había mejorado. Por el amo español se había sustituido el amo
gringo; por el capataz criollo, el capaz agringado; la misma inseguridad en las
vidas, el mismo jornal mísero y el mismo desamparo a las víctimas en los
frecuentes accidentes que se ocasionaban en esos penosos trabajos.
Pero las ideas de mejoramiento colectivo esparcidas en
libros y periódicos desde los primeros años del siglo que corría, hicieron que
algunos trabajadores las aprovecharan para empezar a organizarse y reclamar de
sus patrones un trato más humanitario y un jornal menos miserable.
Los obreros del Mineral de Cananea, Sonora, así lo
comprendieron y desde luego se propusieron llevarlo a la práctica fundando el
23 de Enero de 1906 una agrupación a la que dieron por nombre Unión Liberal
Humanidad, ocultando con él sus finalidades sindicalistas, puesto que, el
Código del Estado de Sonora juzgaba las agrupaciones sindicales, como delito
contra la industria.
Alma de aquella naciente agrupación eran los obreros
Manuel M. Diéguez, Esteban Baca Calderón, Lázaro Gutiérrez de Lara y Francisco
M. Ibarra, ellos, que trabajaban en diversas dependencias de la “Cananea
Consolidated Copper Company” se propusieron abrir brecha en el espíritu de sus
camaradas, hasta hacerlos que se reunieran en la fecha indicada y empezaron a
estudiar sus problemas para crear una conciencia de la clase.
Preparado ya suficientemente el terreno, celebraron un
mitin el 5 de mayo del propio año, en el cual Esteban B. Calderón se expresó ya
en términos francamente rebeldes, por lo cual el Presidente Municipal acusó a
Calderón ante el Gobernador del Estado, aunque éste no le dio importancia al
discurso: ¡tan seguros se creían en la posesión de su absoluto dominio! Que
hablaron Carlos Guerrero, Calderón y Gutiérrez de Lara, sirvieron para afirmar
su decisión en llevar a efecto una huelga en la que pedirían a la compañía:
destitución de un capataz, sueldo mínimo de cinco pesos, jornada de ocho horas,
setenta y cinco por ciento de empleados mexicanos, trato humanitario y derecho
a ascenso. Peticiones más justas no podrían existir; era el más elemental
derecho a la vida. La huelga estaba declarada.
Desde ese momento los obreros recorrieron todas las
dependencias mineras, exhortando a sus compañeros a la solidaridad gremial: un
grupo de catorce representantes de los huelguistas se presentaron ante las
oficinas de la gerencia con su pliego de peticiones y, finalmente, se organizó
una manifestación.
El presidente o gerente de la compañía minera desechó de
plano las peticiones de los trabajadores, por medio de una larga contestación
llena de subterfugios. Entonces los obreros desfilaron en manifestación
llevando la bandera nacional y un cártel alusivo a la peticiones; pero al
llegar a la maderería donde iban con objeto de invitar a sus compañeros, los
norteamericanos Jorge y Guillermo Metcalp, los recibieron con una manguera que
empapó de agua la bandera y el estandarte que los manifestantes portaban;
éstos, indignados, lanzaron sobre sus agresores insultos y pedradas, que fueron
contestadas con descarga de rifle Winchester que los gringos portaban y que
estaban ya prevenidos para ello. En esta refriega hubo varios muertos y
heridos, que recogieron los manifestantes llevándolos ante la autoridad
municipal para demandar justicia; pero al llegar al cruzamiento de las calles
de Chihuahua y Tercera de Este, una nueva descarga de fusilería recibió a los
huelguistas, que mató a seis personas e hirió a otras muchas. Desde ese momento
los obreros comprendieron que no había
más remedio que atacar también y defenderse y armarse de la manera que les
fuera posible, entablándose ya la lucha entre obreros mexicanos y empleados
gringos de la compañía minera; así se pasó todo el día primero.
El gerente Green llamó en su auxilio al Gobernador del
Estado, que lo era Don Rafael Izabal, quien llegó al día siguiente a Cananea
acompañado por un fuerte contingente de tropa norteamericana, que tuvo el
cinismo de pedir al lado americano para asesinar obreros mexicanos. En efecto,
lo acompañaban 275 soldados, de las fuerzas rurales de Arizona, al mando del
Coronel Rining.
La indignación de los mexicanos subió de punto al
cerciorarse que aquel funcionario, de quien se podría esperar, sino garantías
por estar vendido al capitalismo extranjero, por lo menos un resto de vergüenza
y patriotismo, llegaba amparado con fuerzas extranjeras. La indignación del
pueblo se exaltó en extremo, no desembarcaron ciertamente en Cananea, pero fueron
a Ronquillo a custodiar los establecimientos que ahí tenían los
norteamericanos.
Una nueva manifestación se organizó para reprochar al
gobernador Izabal su cobardía, siendo encarcelados los obreros que tomaban la
palabra. Por la tarde, una nueva fricción entre huelguistas y esbirros arrojó
mayor saldo sangriento, pues fueron asesinados multitud de mexicanos desde los
hoteles, la casa de Mr. Green y otros lugares donde se encontraban parapetados
los soldados americanos hacia la línea divisoria.
Por varios días se mantuvo la huelga en actitud resuelta
y firme. La empresa trató de acceder a sus peticiones, pero el gobierno se negó
a que les fueran concedidas a los obreros sus justas demandas. Así lo expresó
el Gerente Green a los huelguistas, indicando que por orden del presidente Díaz
no se les aumentarían los sueldos ni en un solo centavo.
Pocos días después fueron aprehendidos Manuel M. Diéguez,
Esteban B. Calderón y José Ma. Ibarra, acusados de asesinos e incendiarios.
Hubieran sido fusilados por el gobernador Izabal y el General Luis E. Torres,
jefe de la zona militar. De no haber intervenido Ramón Corral, vicepresidente
de la República, que desde la capital manejaba los asuntos sonorenses, quien
temió al escándalo que ese hecho ocasionaría y dispuso que fueran encerrados en
las mazmorras de San Juan de Ulúa, condenados a quince años de prisión. De ella
los libertó la Revolución Maderista.
Diéguez y Calderón fueron después generales durante el
Constitucionalismo; el primero murió en una de nuestras revueltas intestinas,
el segundo fue uno de los autores de nuestra Constitución, falleció en 1957.
Cananea representa el primer impulso de nuestros trabajadores por conquistar
sus derechos; son los precursores del obrerismo mexicano.
RIO BLANCO.
Al año siguiente, el día 7 de enero de 1907, tuvo lugar
una nueva epopeya de la causa proletaria en la fábrica de hilados y tejidos de
Río Blanco, en el Estado de Veracruz.
Acosados por las injusticias del capitalismo extranjero,
algunos obreros de la región fabril de Orizaba habían promovido algunos actos
de protesta contra los dueños y capataces de las factorías, desde los últimos
años del siglo pasado. pero dichos actos, ejecutados esporádicamente, sin cohesión de clase y sin un plan
seriamente meditado, si no habían tenido resultados satisfactorios, por lo
menos empezaron a despertar entre el proletariado su conciencia de clase y a
presagiar un futuro de lucha más organizado y consciente.
A mediados del año de 1906, un grupo de obreros de Río
Blanco concibió la idea de fundar una agrupación para la defensa de los
intereses colectivos y se creó la ‘Sociedad Mutualista de Ahorros”, que debido
al entusiasmo de sus miembros se transformó poco después en el “Gran Círculo de
Obreros Libres”, con su directiva formada por obreros entusiastas, su
reglamento en el que campeaban las ideas de lucha social y sus conexiones con
la Junta Revolucionaria que, en San Luis Missouri, fomentaban los hermanos
Flores Magón, Sarabia, Villarreal y otros exiliados mexicanos, y que eran
entonces el núcleo de lucha más fuerte, que canalizaba las rebeldías contra la
dictadura.
Tuvieron también los obreros de Orizaba su periódico que
se llamó “La Revolución Social”; celebraron mítines y se pusieron en contacto
con la región fabril de Puebla.
Los propietarios de las fábricas poblanas, con el deseo
de contener el avance del sindicalismo de sus trabajadores, elaboraban un
reglamento, en el que amenazan con expulsar al obrero que se exprese o ejecute
acto de liberación, que pusieran el peligro el estado de tiranía prevaleciente.
Los obreros poblanos mostraron su descontento con aquel
reglamento tiránico, y en castigo, los patrones ejecutaron un paro en sus
fábricas, para dejar a los obreros sin medios de subsistencia.
Para protestar en contra de acto tan inicuo, los
trabajadores de Orizaba se solidarizaron con los de Puebla y promovieron una
huelga; pero como esta huelga afecta los intereses de la pequeña burguesía que
vive del trabajo del obrero, se propuso que el Presidente de la República,
General Porfirio Díaz, fungiera como árbitro en aquel conflicto.
Los obreros creen, ilusoriamente, que dicho laudo les
será favorable; pues no se imaginan todavía que el mandatario proteja más los
intereses de los grandes capitalistas extranjeros que el humilde trabajo del
obrero. ¡Triste error!, el laudo del general Díaz dejaba al obrero a la
voluntad del industrial, sin medio alguno de defensa.
Los dueños de las fábricas de Río Blanco creyeron que
bastaba la voluntad del déspota de treinta años para que los obreros
obedecieran ciegamente, pero no contaban con la energía del pueblo mexicano
que, pobre y hambriento, prefiere morir antes de someterse a los caprichos de
la tiranía. Los obreros celebraron un mitin el domingo 06 de enero y acordaron
no someterse al laudo y, por ende, no regresar a sus labores. La tragedia
asomaba su rostro.
He aquí cómo dos escritores, los hermanos Germán y
Armando List Arzubide relatan los acontecimientos desarrollados al siguiente
día:
‘El lunes 07 de enero amaneció brumoso y pesimista. Las
fábricas lanzaron su ronco silbido, llamando a los trabajadores a la faena; los
industriales estaban seguros de que los obreros no se atreverían a desobedecer
el laudo presidencial, máxime cuando habían hecho correr la versión de que las
autoridades del Cantón de Orizaba tenían órdenes estrictas de hacer que el
trabajo se reanudara desde luego, para que el comercio no siguiera sufriendo
con el paro. De todas las calles que conducen a las factorías, se vio avanzar
la masa compacta de obreros, que los amos, satisfechos, veían regresar
vencidos. Pronto se desengañaron: aquel
conglomerado no llegaba como otros días, sumiso y dominado; cada trabajador
traía los puños fuertemente crispados y había en su rostro odio y dolor. Los
días de huelga, con su cortejo de hambre, de zozobra, les habían acuñado un
gesto de amargura y sabiendo que había llegado el momento de la lucha,
afirmaban su paso formidable. Vinieron a situarse frente al edificio de la
fábrica en actitud de desafío, para que los propietarios vieran claramente que
se negaban a trabajar, a pesar de la conminación presidencial, y vinieron para
saber también quiénes, entre ellos, flaqueaban rompiendo las filas
protestativas para castigarlos.
En Río Blanco un grupo de mujeres, encabezadas por la
colectora Isabel Díaz de Pensamiento, y en el que figuraban las obreras Dolores
Larios, Carmen Cruz, y otras, desde el día anterior habían formado una brigada
de combate, que se encargó de reunir pedazos de pan viejo, tortillas duras, con
los que llenaron sus rebozos, y desde temprano se instalaron en la puerta de la
fábrica esperando que alguno se atreviera a romper el movimiento de protesta,
para lapidarlo con aquellos despojos simbólicos y crueles. No hubo necesidad de
hacer uso de los proyectiles, puesto que ninguno de los que componían el
numeroso conjunto plantado frente a la puerta, intentó rendirse a los amos, y
cuando el último llamado de la fábrica sonó, la multitud levantó un enorme
grito de desafío.
Pero la multitud tenía hambre y frente a ella la tienda
de raya, ese pavoroso potro donde se oprimía la necesidad de los infelices,
impuesta por los míseros salarios, invención de un cerebro inquisidor y de
avariento, para cubrir con desechos de mercancías los sueldos paupérrimos, se
abría abastecida desafiando a los pobres. Detrás del mostrador los dependientes
extranjeros miraban los grupos rebeldes y, adivinando su hambre, se burlaban
groseramente de ellos. Una mujer, de rostro macilento, llegó hasta la tienda en
solicitud de un préstamo y recibió como respuesta soez injuria. De entre los
obreros, alguien reclamó al majadero, y el dependiente, sacando con rapidez la
pistola, hizo un disparo, matando al trabajador. La multitud avanzó hasta la
tienda ansiosa de venganza, los dependientes se arrojaron a cerrar las puertas, pero el ataque enardeció a los
hambrientos que forzando la entrada, penetraron al establecimiento, arrojando
al pueblo, a brazadas, los comestibles y luego incendiaron aquel símbolo de explotación’.
La roja llamarada respondió a la sangre de los obreros
sacrificados por el vil extranjero; la hora de la venganza se anunciaba con la
lengua del fuego del incendio; la turba de esclavos se erguía invencible y con
sus puños encallecidos en el trabajo, aplastaba a sus verdugos.
Más el explotador no estaba solo. La línea del teléfono
dio cuenta a la autoridad de lo acontecido y el jefe político de Orizaba,
Carlos Herrera, ordenó inmediatamente que un batallón de rurales saliera para
Río Blanco, con órdenes de represión y a los pocos momentos, a galope tendido,
se vio llegar a los duros soldados, quienes por boca de un oficial, intimaron a
los rebeldes a dispersarse.
Inermes, los trabajadores respondieron con gritos de
protesta a la conminación que la boca de los fusiles endurecían, más no
retrocedieron un paso.
Iba a sonar la orden de matanza, cuando entre la turba,
desgreñada, haraposa, en el rostro el gesto de la rabia, el puño tendido hacia
los sicarios y levantando en alto una bandera roja, una mujer se adelantó
increpando a los soldados. Era la imagen misma de la miseria: Lucrecia Toriz,
la hija del pueblo, hija, esposa y madre de obreros, cuyo hogar no conoció sino
el dolor, surgía de la tragedia como la viva encarnación de aquella hora y
avanzada fatal contra los defensores del privilegio. La turba misma conmovida,
sintiendo la grandeza de aquella mujer, calló inmensamente, y el oficial que
manda el grupo de soldados, como deslumbrado, como herido que resplandecía en
aquel reto, retrocedió gritando frente a aquellos hombres, duros como sus
armas, que se sentían dominados por la mujer grandiosa, pasó la turba, erizada
de puños, sacudida de gritos, llevaba al frente a la heroína.
¡Oh, mujer olvidada, que después de tu actitud herida y
vencida por lo único que podía alcanzarte, el destino, volviste al hogar
desolado y allí has seguido hasta hoy; si nadie ha sido capaz de comprender tu
grandeza, si el pueblo en masa, veintiocho años después, cuando tu reto compró
truendo de su gratitud, si no se te recuerda y no se te exalta, permite que
nuestra pluma, en esta hora en que la aurora roja se inicia, aurora que tu
anunciaste con tu sangre y tu bandera, venga a dejar su palabra rendida, como
un pedestal para tu planta de heroína de las luchas proletarias!
La multitud tomó el camino de Orizaba, saqueando, al
pasar, los empeños de gachupines que halló en su camino, otra de las viles
formas de robo legal que inventó el antiguo encomendero, para llevarse hasta el
último centavo de los hambrientos: donde el pobre deja, en los días de
necesidad, por unas cuantas monedas, el trapo de los domingos, comprando con
grandes sacrificios, el mueble que llegó como gentil obsequio en días felices.
Tan escasos en la vida del desgraciado. Uno de los españoles, al ver llegar a
la enfurecida multitud, se adelantó a decirles: “todo lo que hay aquí es de
vosotros, lo sé y lo reconozco, lleváoslo, mas no me hagáis daño a mi y a mi
familia y os juro que nunca volveré a ocuparme de este sucio negocio”. La
multitud siguió adelante.
Como respondiendo a igual impulso, los trabajadores de
las fábricas de ‘Santa Rosa”, “Nogales” y “El yute”, quemaron las tiendas de
raya, después de saquearlas y se encaminaron hacia Orizaba, no sin dar libertad
a los presos que se hallaban en las cárceles de esos lugares. La multitud, compuesta
de hombres, mujeres y niños, se encaminan hacia la ciudad, ebria de encono; no
lleva armas, ruge nada más herida y hambrienta. Marcha en masa informe, cuando
al llegar a la “curva” de Nogales un huracán de plomo cae sobre ella y la hace
trizas. El General Rosalino Martínez, Jefe de las Armas de Orizaba, al saber
los acontecimientos, dispone que una fracción del 12avo Regimiento de
Infantería salga a batir a los descontentos. Seguro de que pasarán por la
“curva” instala a sus hombres y fríamente, ferozmente cuando la multitud
aparece en el camino, sin piedad para las mujeres y los niños, para los hombres
inermes, los ametralla. Sembrando el campo de cadáveres. Más de doscientos,
entre muertos y heridos registra el primer choque con los huelguistas, que, sin
medios de defensa, tuvieron que batirse en retirada. Después la persecución se
desató implacable.
Las fábricas fueron ocupadas por la soldadesca y los
trabajadores arrojados a sus jacales. Por los caminos que van hacia Maltrata,
pasan las pobres mujeres arrastrando a sus pequeños que lloran. Los hombres han
tenido que huir hacia el monte, y hasta allá los van a buscar las columnas
volantes lanzadas en su busca, y en cuanto descubren a alguno de los fugitivos,
lo paran contra la barda del camino y lo fusilan. Algunos hombres alcanzan el
tren y pretenden subir a él, pero la escolta de los soldados los hace
retroceder a culatazos y, si se defienden, los matan a la vista de los
horrorizados pasajeros. Los trabajadores no tienen armas, pero asaltan los empeños
y se apoderan de algunas cosas, como lo hicieron con el empeño de un alemán de
apellido Sladelman, instalado en la esquina de las calles de Concordia y El
entierro, en Orizaba, y con esas pocas armas, se baten, animados por la ira de
la desesperación y su valor asombra a los mismos soldados. Uno de éstos, un
hijo también de la miseria, obligado a disparar sobre sus hermanos de clase,
dijo a los viajeros que lo acosaban a preguntas: “Que tristeza señores, tener
que tirar con bala a estos hambrientos que querían les tiraran con un pan”.
Pero la orden de Porfirio Díaz, fielmente interpretada
por el verdugo Rosalino Martínez, era someter por el hierro y el fuego a los
descontentos. Se les estrechó en un círculo de muerte. El 17 Batallón
procedente de Veracruz; el 13 Batallón, procedente de Puebla; 300 hombres del
24 batallón; 300 del 9no. de rurales; el 12 Batallón de guarnición en Orizaba
los gendarmes y las fuerzas del Estado: cerca de 4000 hombres fueron arrojados
como hambrienta jauría contra los obreros indefensos. La carnicería fue atroz.
No menos de 400 obreros, entre los que se contaron muchas mujeres y numerosos
pequeños, fueron asesinados por los soldados de Rosalino Martínez. Durante los
días 8 y 9, los habitantes de Orizaba vieron pasar, llevados en plataformas, en
montón informe, numerosos cadáveres; detrás de tan macabros despojos, corrían
mujeres y niños llorando gritando que allí iban algunos de los suyos. A pesar
de tan cruel represión, los obreros se defendieron y lucharon con dignidad, llegando
hasta apoderarse de algunas estaciones del ferrocarril, entre Orizaba y
Maltrata. Su actitud llegó a crear serios temores entre la burguesía de la
sociedad, a pesar de los numerosos contingentes de tropa que rápidamente se
reconcentraron en la región.
Durante todo el día 7 de combatió en Río Blanco, Santa
Rosa, Nogales y El yute. Al finalizar la tremenda jornada, sólo en Río Blanco
haciendo de la misma fábrica prisión, ya que la cárcel había sido incendiada
después de poner en libertad a los presos, había cerca de 200 obreros
detenidos; muchos de éstos fueron fusilados dentro de la fábrica, la noche del
mismo día 7, enviándose el resto a Orizaba, de donde se les remitió a los pocos
días al Territorio de Quintana Roo.
El martes 8, a las 6 de la mañana, el verdugo Rosalino
Martínez, rodeado de su Estado Mayor ataviado con traje de gala, luciendo
brillantes entorchados sus acompañantes, salió del hotel “Francia”, en Orizaba,
para ir a recorrer el campo donde sus soldados habían cometido los más villanos
crímenes. Al medio día era obsequiado con un espléndido luch champagne en la
misma fábrica de Río Blanco. Afuera, las mujeres hambrientas con sus hijos en
brazo, rogaban a los centinelas se les dejara ver por última vez a los
desgraciados cuyos cuerpos se amontonaban sangrantes y deshechos.
En un pedazo del mostrador de la tienda de raya, que
todavía humeaba, el propietario, un francés de apellido Garcín, había instalado
una barrica de pulque, y sonriente y satisfecho ofrecía su embrutecedora
mercancía. Este francés, que se había negado a vender a crédito a los
huelguistas las mercancías de la tienda de raya, alegando que carecía de
existencias, había recibido el día 6, en previsión de que la huelga diera fin,
quinientos barriles de aguardiente, procedentes de la casa de Ramón Marure, de
la capital, para venderlo a los obreros al copeo, tan luego como volvieran al
trabajo. Era el monopolizador del comercio de Río Blanco; había ganado en su
inmundo negocio cientos de miles de pesos y cuando la venganza de la multitud
redujo a cenizas su establecimiento, exigió como indemnización al gobierno de
Porfirio Díaz, medio millón de pesos, y el dictador fue tan complaciente o tan
sumiso a la imposición del imperialismo francés, que a su costa hizo
reconstruir el edificio de la tienda y entregó fuerte cantidad en metálico al
odioso explotador.
Al mediar la mañana del 8 de enero, un hombre que
mostraba en su rostro las huellas de la fatiga y del miedo, un obrero con un
pequeño en brazos, subió en Maltrata, hurtándose a la vista de los soldados, en
el tren que iba a México. El corresponsal de un periódico lo interrogó y el
fugitivo contó que era obrero de la región de Orizaba escapado de la masacre y
que el niño había sido recogido del campo mismo de la lucha, de junto a su
madre muerta.
Parecía que se hubiera llegado al extremo en la villanía
con que se persiguió a los trabajadores. Tres días de crueldad inaudita habían
ensombrecido la región. Los muertos se contaban por centenares; por centenares
se contaban los prisioneros. En los caminos que parten de las fábricas, se
fusilaba sin piedad a cuanto hilandero encontrado al anochecer, a pesar de que
ninguno portara arma alguna que lo pudiera hacer peligroso. Sin embargo,
todavía no estaba saciada la bestia capitalista. Era preciso hundir el arma
hasta el mango para que el “Gran Círculo de Obreros Libres”, no volviera a
inquietar el sueño de los amos.
El miércoles 9, fresca aún la sangre de las primeras
víctimas, las fábricas volvieron a llamar al trabajo. Eran las cinco y media de
la mañana. Los obreros, quebrantada su organización, muertos o prisioneros, los
más destacados, viviendo bajo la amenaza del fusil pretoriano, con los rostros
en que se leía el hambre y el espanto, volvieron a su faena atemorizados.
Alrededor de las fábricas de Río Blanco, Santa Rosa, Cocolapan, San Lorenzo, El
yute, etc., etc., cordones de tropa con la bayoneta calada cuidaban de que el
orden no volviera a alterarse.
Los obreros de Santa Rosa, silenciosos y apesadumbrados,
esperaban el último silbato, cuando vieron llegar, custodiado por un pelotón de
soldados al Secretario del “gran Círculo de Obreros Libres”, el hilandero
Manuel Juarez. La tropa lo hizo detenerse precisamente en la esquina donde
había existido la tienda de raya cuyas ruinas humeaban todavía y ante el
espanto de la multitud, cinco fusiles lo abatieron. No se apagaba el eco del
estruendo, cuando otra descarga hizo estremecer a los grupos de obreros: había
sido fusilado también el Presidente del “Gran Círculo”, el obrero Rafael Moreno,
quien fue sacado del separo en que le tenían incomunicado, llevado frente a sus
compañeros y asesinado dizque como escarmiento.
A la misma hora, en Nogales, se fusilaba al obrero
Celerino Navarro, llevándolo lo mismo que a los hilanderos de Santa Rosa, a que
muriera en las ruinas de la tienda de raya. La sangre de la víctima sellaba el
pacto del gobierno con los ladrones del pueblo.
En Río Blanco, se hizo lo mismo y en iguales
circunstancias con dos obreros cuyos nombres no recoge la historia. Llevados por
la tropa del 12 Batallón, se les hizo morir sobre las ruinas de la tienda de
raya. Ante crueldad tan monstruosa, un trabajador, último héroe de esta epopeya
del dolor proletario, gritó encarándose a los asesinos: “¡MUERA EL GOBIERNO
ASESINO Y LADRON!” y los soldados inmediatamente tendieron sobre de él los
fusiles, dejándolo muerto en el acto.
Todavía en la tarde del mismo miércoles, fueron fusilados
en el camino a Nogales algunos trabajadores
de los que se habían conservado prisioneros. En esa hora, el General
Rosalino Martínez, en su lujoso departamento del hotel Francia, de Orizaba,
designado comandante y jefe militar de la región en premio a sus hazañas,
brindaba alegremente con los propietarios rodeado de jóvenes oficiales de su
flamante Estado Mayor. Por enfrente del hotel pasaban las plataformas del
tranvía llevando apilados los cadáveres de los últimos fusilados. Las mujeres y
los niños llorando y suplicando, corrían detrás del fúnebre y sangriento
despojo. Un reguero de sangre que los deudos pisaban. Señalaba el camino de los
anónimos rebeldes. La huelga de Río Blanco había sido vencida. Los capitalistas
enviaban por telégrafo felicitaciones a Porfirio Díaz. El verdugo Rosalino
Martínez sonreía satisfecho. Volvían nuevamente el orden y la paz”. Y TODAVIA HAY QUIENES PIENSAN QUE EN EL
GOBIERNO DE PORFIRIO DIAZ HUBO DESARROLLO Y
PROGRESO…SI LO HUBO PERO PARA LOS PRIVILEGIADOS…Y SIENDO EL MISMO INDIO,
DECIA “QUE EL MEJOR INDIO ERA EL INDIO MUERTO”.
Por el placer de escribir…recordar…y
compartir…
Esta crónica fue publicada
hace más de veinte años en los medios de comunicación escritos y electrónicos de
mayor prestigio en La Paz.
BIBLIOGRAFIA:
Condensado
del libro titulado “Revolución Mexicana (Anales Históricos 1910- 1974)”, de
Jesús Romero Flores, editorial Costa Amic. Páginas 33 – 43.
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